Ana María Matute

El otro niño

 

Aquel niño era un niño distinto. No se metía en el río, hasta la cintura, ni buscaba nidos,

ni robaba la fruta del hombre rico y feo. Era un niño que no amaba ni martiri­zaba a los

perros, ni los llevaba de caza con un fusil de madera.  Era un niño distinto, que no perdía

el cinturón, ni rompía los zapatos, ni llevaba cicatrices en las rodillas, ni se manchaba los

dedos de tinta morada.  Era otro niño, sin sueños de caballos, sin miedo de la noche, sin

curiosi­dad, sin preguntas.  Era otro niño, otro, que nadie vio nunca, que apareció en la

escuela de la señorita Leocadia, sentado en el último pupitre, con su juboncillo de

ter­ciopelo malva, bordado en plata.  Un niño que todo lo mi­raba con otra mirada, que no

decía nada porque todo lo tenía dicho.  Y cuando la señorita Leocadia le vio los dos dedos

de la mano derecha unidos, sin poderse despegar, cayó de rodillas, llorando, y dijo: «¡Ay

de mi, ay de mi!  El niño del altar estaba triste y ha venido a mi escuela!»