Enrique Anderson-Imbert

La conferencia que no di

 

Fui a Brown University, en Rhode Island, para dar una conferencia pero no la di. Expli­car por qué a último momento no pude es el objeto de estas páginas.

         Llegué en la vispera, cansado por el largo viaje desde Buenos Aires, y me alojaron en una mansión de 1800.

         -Rara, ¿no?-- me dijo la encargada, Mrs. Percy, mostrándome la sala. Era una señora de edad pero todavía ágil--. Ojalá que lo pase bien.

         --Oh, estoy seguro de que sí.

         --No sé. A mí, para decirle la verdad, esta casa me carga de años. No soy tan vieja como parezco pero desde que vine me he anti­cuado como esa silla de Chippendale. No es para menos ¡si no es una casa! es un museo. La última descendiente de los Greene la legó a la Universidad con la condición de que la conservaran sin cambiar un solo mueble. ¿Se da cuenta? Y la Universidad la usa para hospedar a los visitantes ilustres, acaso por­que a los profesores les gusta el pasado. ¿A usted le gusta el pasado?

         --Bueno, sí ...

         --Ah, entonces ... Sígame, por favor. Cuidado con esta bola de la barandilla, que es mírame y no me toques. Como le iba diciendo, cada generación de los Greene, más preocupada por la distinguida tradición familiar que por la comodidad, se las arregló para vivir con el moblaje de la anterior, salvo unas pocas adquisiciones que siempre eran también antiguallas, así que ya ve­--me dijo mientras me conducia escaleras arriba al cuarto que me habían reservado.

          Los tablones del piso, gracias al barniz, se defendian del desgaste del tiempo. La cama era de caoba, tallada con liras, urnas, hojas de acanto y, en la cabecera, un águila. Había un sillón. una cómoda, un escritorio, una mesita de noche con un candelabro y, frente a un enorme espejo, el retrato, cuerpo entero, de un coronel de infantería. El uniforme era impresionante; sombrero bicor­nio; escarapela tricolor; casaca azul guarne­cida de rojo; desmesurado cuello cuyas pun­tas llegaban hasta las orejas; camisa, chaleco y calzones blancos; puños de encaje; botas negras. La pose también impresionaba: la cabeza echada para atrás y la piema izquierda echada para delante, el coronel sostenía con las dos manos, de través, una larga espada. Lo menos mar­cial del cuadro era la expresión: la cara,  de ojos pequeños y gran sonrisa de hermosos dientes, parecía estar burlándose del pintor, más interesado en pintarle el uniforme y la pose que en pintarlo a él.

         Mrs. Percy, a mi lado, esperó hasta que aparté la vista y entonces me dijo:

         --¿Qué le parece? Es el coronel Greene, el que mandó construir esta casa. Nació el mismo año en que nació nuestra nación, hijo de un guerrero de la Independencia, también de Rhode Island. No fue tan heroico como, su padre, pero por to menos luchó contra los ingleses en la guerra de 1812. Tuvo una muerte horrible ...

         Se interrumpió, me estudió y después de vacilar por un instante me preguntó: --¿Usted es supersticioso? --¿Supersticioso yo? ¡Claro, que no!-- y solté una carcajada.

         --Se lo pregunto porque murió en esta habitación. Sacaron su cadáver de esa cama donde usted va a dormir ... No era la cama del coronel. ¡Ay, Dios! Más Ie hubiera valido quedarse abajo.  La desgracia ocurrió en una mañana de verano. Entonces, como ahora, ésta era la habitación de huéspedes.  Un joven matrimonio de Virginia - un teniente y una belleza del sur - estaba pasando unos días aquí. El teniente se levantó temprano y salió a la calle, dejando a su mujer dormida. A las dos o tres cuadras se dio cuenta de que se había olvidado el reloj. Volvió sobre sus pasos y sorprendió al coronel Greene que, aprovechando su ausencia, había entrado con malas intenciones en el dormitorio de la bella sureña.  De un sablazo le rompió la boca y de otro Ie partió el cráneo.

         Volví a mirar el retrato. Me sonreia. Le devolvi la sonrisa con cierta picardía, despedi a la parlanchina Mrs. Percy, me acosté y me dormi en seguida.

         Tuve un sueño macabre,. Soné que yo abría los ojos y veía a un hombre caminando por la habitación. Aunque me daba la espalda lo reconocí: por lo pronto reconocí su uniforme. Quise hablarle pero la voz se me ahogó en la garganta.  En eso giró sobre sus talones y me dio el frente.  Era, sí, el coronel del retrato, sólo que en vez de cara me mos­traba una calavera con la mandíbula des­trozada.  No tenía dientes pero me pareció que me sonreía y que de un momento a otro de su mueca iba a asomar una lengua y hablarme. No tenía ojos pero me miraba  desde el fondo de las cuencas vacias.   Se acercó a mi cama, estiró las manos esqueléti­cas, se apoderó de la dentadura postiza que yo había dejado en un vaso, sobre la mesa de noche, se la puso y se contempló en el espejo, muy satisfecho de sí. Después me dirigió un saludo militar, se alejó contoneándose y desapareció, supongo que en el retrato. Entonces rompí a gritar y gritando me des­perté.

         Acudió Mrs. Percy, alarmada por mis gritos, y golpeó la puerta:

         --¡Señor, señor!  ¿Le pasa algo?

          --No, señora, nada. Una pesadilla, nada más. Perdóneme. Un momentito por favor ..

         Con la intención de abrirle la puerta--yo le había echado doble llave--me tiré de la cama, me puse la bata y cuando fui a ajustarme la dentadura postiza vi que ya no estaba en el vaso.