Enrique Anderson Imbert

El crimen perfecto

 

--Creí haber cometido el crimen perfecto. Perfecto el plan, perfecta

su ejecución. Y para que nunca se encontrara el cadáver lo escondí

donde a nadie se le ocurriera buscarlo: en un cementerio. Yo sabía

que el convento de Santa Eu­lalia estaba desierto desde hacia años

y que ya no había monjitas que enterrasen a monjitas en su cementerio.

Ce­menterio blanco, bonito, hasta alegre con sus cipreses y paraísos a

orillas del rio. Las Iápidas, todos iguales y orde­nadas como canteros de

jardín alrededor de una hermosa imagen de Jesucristo, lucían como si

las mismas muertas se encargasen de mantenerlas limpias. Mf error:

olvidé que mi víctima había sido un furibundo ateo. Horrorizadas por el

compañero de sepulcro que les acosté al lado, esa noche las muertas

decidieron mudarse: cruzaron a nado el río llevándose consigo las lápidas

y arreglaron el cemente­rio en la otra orilla, con Jesucristo y todo. Al día

los viajeros que iban por lancha al pueblo de Fray Bizco vieron a su derecha

el cementerio que siempre habían visto a su izquierda. Por un instante,

se les confundieron las manos y creyeron que estaban navegando en

direc­ción contraria,° como si volvieran de Fray Bizco, pero en seguida

advirtirieron que se trataba de una mudanza y die­ron parte a las autoridades.

Unos policías fueron a inspec­cionar el sitio que antes ocupaba el cementerio

y, cavando donde la tierra parecía recién removida, sacaron el ca­dáver (por

eso, a la noche, las almas en pena de las mon­jitas volvieron muy aliviadas,

con el cementerio a cuestas) yde investigación en investigación ... ; ibueno!

el resto ya lo sabe usted, señor Juez.